Mi cuarto es blanco en cada uno de sus rincones: Tiene paredes blancas que hacen que parezca más grande de lo que es, tiene un escritorio blanco, una cajonera alta con cajones blancos y un mueblecito sobre el cual está la tele y que con todo y ruedas es blanco.La lámpara que cuelga del techo es blanca y la mesita sobre la que coloco mis libros y que se encuentra junto a la cabecera blanca de la cama también es blanca. Es cierto que no todo es blanco. En mi cuarto blanco hay un sillón de fieltro rojo y la colcha que cubre la cama blanca es de muchos colores, rojo, morado, naranja, rosa, verde. La silla que se encuentra frente a la mesa blanca es café claro, casi crema y la lámpara que utilizo en las noches y que está entre el blanco de la cama y el blanco de la mesa de noche, es gris.
Exagero al decir que mi cuarto es blanco blanco. No es blanco, hay muchas cosas que le impiden ser blanco puro, muchos detalles que no saltan a la vista, que se ocultan de la vista. Habría que ver con atención el cuarto para darse cuenta de que en realidad de blanco tiene poco. Por ejemplo, sobre el escritorio se pueden ver las marcas de tazas de café que apenas las limpio vuelven a aparecer, hay también sobre el escritorio marcas de tinta de pluma y una mancha de esmalte rosado que se mantiene como mancha necia. En la pared sobre la que se recarga la cajonera se dibuja el columpiar del gancho en donde cuelgo y de donde luego descuelgo mi abrigo y en esa misma pared, a la altura del suelo se ven las marcas de zapatos que he aventado. Y esas, que sin serlo, son las manchas más evidentes. Hay otras que son cambiantes y que sólo bajo cierta luz, o bajo cierta oscuridad, son visibles. Están las sombras, por ejemplo, que se iluminan con diferentes tonos de gris, que aparecen y desaparecen según capricho, que un momento están de lado derecho y que al siguente de lado izquierdo, un momento son un libro, otro son una taza. Hay en las paredes trazos hechos con un carbón que es apenas visible, que intentan imitiar los sueños que luego se asoman por la ventana de mi cuarto. Hay trazos hechos con lápiz que semejan los recuerdos que se acumulan en mi cabeza. En las paredes hay además manchas de todos los colores, manchas de palabras gritadas, escupidas, dichas entre lágrimas, entre sonrisas. Las paredes, que nada de blanco tienen, están maltratadas, agrietadas. En las paredes pueden las gotas de lluvia que han escurrido, se pueden ver cada uno de sus caminos, y cada una de las bifurcaciones de estos.
En la mesa de noche puede verse aún la luz que ha iluminado noches de lectura y noches de oscuridad, noches cómplices. Puden leerse sobre la mesa los títulos y los colores de todos los libros que han pasado por ahí, pueden leerse inclusive fragmentos y palabras, esas ideas que han logrado traspasar la cubierta de los libros.
En este cuarto que nada de blanco tiene, no sería raro ver estampados en cada uno los muebles que no son blancos y de las paredes, que tampoco son blancas, cada uno de mis moviementos, de mis pasos, de mis ademanes, lágrimas, sonrisas.
Tengo un cuarto que no es blanco, que tiene paredes que no son blancas y que hacen que parezca diminuto. Tiene un escritorio que no es blanco, una cajonera alta con cajones que no son blancos y un mueblecito donde se pone la tele y que con todo y sus ruedas tampoco es blanco. La lámpara que cuelga del techo no es blanca y tampoco lo son ni la mesita sobre la que coloco mis libros, ni la cabecera de la cama.
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